viernes, 9 de diciembre de 2016

FOBIA ( MICRORRELATO)


           
            He tratado de superarlo. Terapias, hipnosis, acupuntura, medicación. Para otros, su caballo de batalla es la fobia a hablar en público, a los espacios abiertos, a las arañas, a las alturas. Mi miedo es a la hoja en blanco, al momento de enfrentarme al vacío del papel limpio. Sé que si mantengo la calma es cuestión de tiempo: la solución termina por llegar en forma de palabras, de letras ordenadas. Pero estos miedos no responden a la razón, ni el pánico incontrolado, ni el sudor frío, ni los temblores que  padezco en el momento en que decido que ha llegado la hora de sentarme en la silla para plasmar sobre el lienzo mi obra, aquella idea que, ya madura, pide salir y hacerse tinta. Es un papel de calidad extraordinaria, me dijeron cuando lo compré. Nadie me explicó su rechazo a ser manchado, mancillado, su resistencia feroz a ser escrito. Es cierto que una vez que consigo reducirlo y escribir la primera letra, queda completamente dócil, entregado al suave trazo de mi pluma. Pero antes, debo sufrir su rebeldía en forma de cortes en los dedos y neutralizar sus intentos de introducir sus afiladas esquinas en mis ojos. Y puesto que las terapias no han funcionado, me planteo una rendición. Cambiaré de papel, buscaré otro de peor calidad, pero más seguro. Más manso.






lunes, 5 de diciembre de 2016

QUÉ ASCO

  Recuerdo cuando vi El último tango en París, hace muchos años. La famosa escena de la mantequilla me produjo repulsa, pero también admiración por el buen hacer de los dos actores y sobre todo de la actriz, María Scheneider, diecinueve años en aquel momento. Aquella escena debía transmitir su miedo, su rabia, su humillación e impotencia y ella lo clavó. Ahora sabemos que aquello se filmó bajo engaño, que el detallito de la mantequilla se les ocurrió al director y al actor principal durante el desayuno (miradas cómplices, qué buena idea, lo bien que lo vamos a pasar), y que decidieron introducir esos pequeños cambios sin consensuarlo con ella, pues perdería la frescura, la emoción del factor sorpresa,  el privilegio de poder rodar el miedo real en los ojos de una niña sin temor a una denuncia, todo legal, todo arte, una genialidad. Qué excitante, pensarían. Una encerrona, un abuso de poder de nuestros admirados Brando y Bertolucci, dos hombres ya maduros convencidos de que aquel atropello estaba justificado. Qué asco, porque en la supuesta brillante interpretación de una víctima de agresión sexual no fue todo simulado, porque Bertolucci lo confesó en una entrevista hace tres años, admitiendo que sentía culpa, pero no arrepentimiento (es lo que tiene el arte, todo vale en busca de una gran película), y sus declaraciones, a todas luces escandalosas, pasaron desapercibidas, porque ahora sabemos que durante años hemos contemplado, sin saberlo, un delito cometido ante nuestros ojos y por el que, como condena, Bertolucci asume que ella nunca le perdonó. No parece un alto precio a pagar.

  Para cerrar el círculo de inmoralidad, parece ser que ella sí declaró tras el estreno del largometraje haber sido engañada, encontrarse esa escena fuera de guión y haber sido obligada a rodar contra su voluntad, puesto que al ser tan joven, no tuvo la valentía de negarse a filmar aquello o la lucidez para llamar a un abogado o a su agente y reconducir ese guión a la versión firmada. Nadie la creyó o, si lo hizo, nadie quiso apoyarla a ella enfrentándose a esos dos intocables. Y además, menudo peliculón, la suerte que tuvo de formar parte del reparto. Mejor para todos dejarlo estar. No es la primera vez que, lustros después, nos enteramos de comportamientos inadecuados o de abusos claros por parte de alguien célebre, rico, poderoso y en los que siempre hay una o varias víctimas en situación evidente de inferioridad e indefensión que fueron ignoradas, rechazadas o incluso compradas con dinero. Una vez más, qué asco.

     Y me pregunto si, comparando la de papel, tiempo y energía gastados estas últimas semanas en intentar desacreditar a otro cineasta por un tema de supuesta falta de amor patrio, esto no merecería una campaña de repulsa, de condena, de boicot. Brando murió, pero Bertolucci vive y no se arrepiente. Dos grandes artistas, dos carreras brillantes y, ahora lo sabemos, dos miserables.